La restauración acometida en 1969 permitió estudiar la obra a fondo y desvelar la identidad de su autor, ya que Hernández Perera relacionó el monograma “AF” legible en la hoja del cuchillo que porta uno de los apóstoles con el pintor de la guilda de Amberes Ambrosius Francken (1544-1618). Luego, a partir de ese descubrimiento, Díaz Padrón publicaba como pieza segura de Francken una versión de igual tamaño y calidad que perteneció a la colección de Richard Schmidt, localizada en Westfalia.
En palabras de Hernández Perera, la obra se revela como la pintura “más representativa del romanismo miguelangelesco en el arte flamenco manierista” de Canarias; y como tal, bajo un principio de aparente simplicidad, describe el motivo eucarístico con una narrativa cuidada, un entorno elocuente y una armonía muy acertada del colorido, predominando en el conjunto los tonos rojos, blancos, verdes y grises. Además, como hizo notar Negrín Delgado, en su planteamiento se advierten préstamos de diversos autores, que revelan el influjo ganado por creaciones italianas y francesas entre los maestros de Amberes. Anderlecht, Coxcie, Da Vinci, Raimondi, Rafael, Floris y Miguel Ángel se han puesto en relación con esta obra en concreto, ya que Francken pudo conocer modelos y escenas previas a través de la estampa. De ahí el detenimiento que revela la composición de los personajes en torno a una mesa dispuesta con perspectiva lateral, donde no faltan detalles ni las piezas de mobiliario que exige el asunto.
Los cuerpos que se organizan en torno a la figura central de Jesús describen un lenguaje gestual muy variado, forzando los escorzos y el movimiento de sus miembros con conetención. La arquitectura que sirve de marco a la escena no es ajena al espíritu manierista que impregna la obra, revelando una ambientación correcta gracias al empleo de pilastras, dinteles, plintos y otros motivos ornamentales, tomando como referente espacial la misma chimenea que sirve de marco a Cristo. A su alrededor, los apóstoles describen rasgos fisonómicos que tienen a la individualidad, aunque en el caso de san Juan Evangelista resulta mucho más notorio el débito respecto a modelos leonardescos.
El encargo de esta pintura sigue siendo un enigma, aunque, como advierte Pérez Morera, es probable que fuera importada por Benito Cortés de Estupiñán durante el último cuarto del siglo XVI. Dicho personaje responde al perfil de un hombre culto y de formación humanista, a quien el poeta Cairasco de Figueroa elogió en el canto XV de Jerusalén Libertada (“Cortés y Estupiñán en todo ilustre”). Sin embargo, serían los herederos de Juana Orozco de Santa Cruz quienes legaron el lienzo a la comunidad de frailes dominicos existente en la capital palmera, ya que hasta ese momento presidía la sala principal del domicilio familiar. Pérez García documentó que el 7 de septiembre de 1621 ambas partes firmaron la escritura de donación, describiendo a la obra como un “retablo grande de la cena de Nuestro Señor Jesucristo, pintado al óleo y dorado”. Fue apreciado entonces en más de 1000 reales.
Los frailes aceptaron con agrado la “pintura (…) de mucho valor”, ya que, además, perpetuaba el vínculo de la casa de Santa Cruz con el convento de san Miguel. Juan de Santa Cruz, abuelo materno de la legataria, reconstruyó la capilla mayor de su templo después del ataque pirático de 1553 y la adornó con un retablo de pincel atribuido a Pieter Pourbus (1523-1584), cuyas tablas se conservan en el mismo recinto y junto a la Santa Cena que nos ocupa Retablo mayor del convento dominico.
Ignoramos el emplazamiento que la obra tuvo en el convento después de 1621, aunque es probable que cambiara a raíz de la renovación que su ornato experimentó en el tránsito de los siglos XVII y XVIII. El inventario desamortizador de 1836 podría aludir a ella como una de las “pinturas en lienzo viejas” que colgaban en el coro. Allí se mantuvo hasta que fue restaurada en 1969, momento en el que mostraba un precario estado de conservación.
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