La tradición familiar y los documentos expuestos sugieren que el Cupido comprado por Betancourt es una obra de adscripción segura a Van Dyck, tal y como refrendan Fraga González, Hernández Perera y Negrín Delgado. Sin embargo, tras su divulgación en 2001, la crítica internacional no ha sido unánime en ese parecer. Díaz Padrón lo ha considerado siempre como un trabajo próximo a su taller, mientras que Vey, Barnes, Poorter y Millar plantean que puede tratarse de una creación vinculable al maestro durante el segundo periodo antuerpiense (1627-1632), antes de su regreso a Inglaterra.
En efecto, las deducciones de Vey confirman que la obra tinerfeña guarda relación con el estilo que dicho pintor manifestó entonces, sugestionado por los prototipos venecianos que conocería a raíz del viaje previo a Italia. Resulta interesante que la composición del Cupido revele proximidad a la escultura de la Antigüedad y a una mayor elegancia de las formas, que no parece ajena a la reiteración del tema en el seno del maestro y de quienes trabajaron junto a él o bajo su influjo. El mismo Vey refiere varios Cupidos, Eros o Amores que se documentan como obras de Van Dyck en el siglo XVII, pero, ciñéndonos a las escuetas descripciones que existen de ellos y a su relación con dibujos y grabados coetáneos, resulta imposible identificarlos con el cuadro de Betancourt, acaso réplica o variante de un original que no conocemos.
Afín a él sería la copia antigua sobre lienzo que formó parte de la colección Parmentier en Dendermonde, así como un dibujo de la galería Berlín Dahlem que resulta próximo a otra pintura de igual tema que Díaz Padrón considera también obra de taller. Ahora conservada en colección particular de Madrid, perteneció a la familia Thyssen y guardaba relación con sus propiedades de Lugano. El cuadro tinerfeño invierte la composición de esos otros referentes y presenta una calidad mayor, siendo esas variaciones extensibles a las sutilezas que evocan el paisaje del fondo con tres navíos, el sentido dinámico que describe el personaje mitológico, la calidad del tejido sedoso, las finas carnaciones y, como advierte Negrín, las peculiaridades iconográficas de un tema tan sugestivo como el amor, que se presta a múltiples lecturas. Recuérdense en ese sentido las mandrágoras del primer plano que, convertidas en un bodegón por sí solas, evocan la pasión sensual bajo un discurso que no elude connotaciones religiosas o espirituales. En cuanto a su materialidad y como aportación derivada de los procesos de análisis realizados para su restauración, cabría destacar el haber documentado el cuidado trabajo de dibujo previo a carboncillo que ubica y detalla a la figura. Se constató también el empleo de fórmulas y materiales distintivos como la creta para el aparejo y el característico betún con cargas de tierra ocre (Pardo van Dyck), típicos en la producción del pintor flamenco.
Este Cupido o Amor triunfante fue la obra de mayor envergadura que tuvo la colección reunida por José de Betancourt y Castro (1757-1816) y sus hermanos mayores en La Orotava, donde ya existía a finales del siglo XVIII. Al visitar la residencia principal de esa familia en febrero de 1797, el viajero francés Andre Pierre Ledru (1761-1825) relató que en ella había encontrado “una colección preciosa de cuadros de Rubens, Wandik, el Españoleto y Miranda”. Dicho erudito alude a pinturas que sus propietarios estimaban como piezas autógrafas de los maestros flamencos y españoles Pedro Pablo Rubens (1577-1640), Anton van Dyck (1599-1641) y José de Ribera (1591-1652). A ellas se sumó una serie del Apostolado que años antes concluiría el pintor local Juan de Miranda (1723-1805), con quien Betancourt mantuvo un trato continuo después de 1793.
El lienzo permanece todavía en poder de los herederos de José de Betancourt, aunque décadas antes fue referido en inventarios y registros de dicha colección bajo términos imprecisos. Así, el documento redactado tras la muerte de José de Betancourt en 1816 lo menciona como “otro [cuadro] de Cupido” (AHBC: Sign. 9380) y en el inventario de 1867 que alentó el fallecimiento de su hijo José de Betancourt y Lugo (1801-1867) quedaría citado como “otro idem [cuadro] que representa a Cupido”. En ese momento Juan González Méndez (1824-1907) estipuló que su valor económico alcanzaba los 40 escudos, no siendo una suma alta si nos fijamos en cantidades asignadas a otras piezas de la misma colección (AHBC: Sign. 9493). El grueso de dichos bienes no fue dividido hasta agosto de 1947, si bien algunos perecieron en el incendio desatado en el inmueble de la calle del Agua que los contenía en mayo de 1889. Durante el siglo XIX Felipe Machado y Benítez de Lugo (1836-1930), Soledad Diston (1837-1866…) y Félix Poggio y Lugo (1839-1924) realizaron las cuatro copias que se conocen de este lienzo, preservadas ahora en colecciones particulares de Santa Cruz de Tenerife, La Orotava y Málaga. No sería expuesto en público hasta la magna Exposición de Bellas Artes celebrada en Santa Cruz de Tenerife en 1880, donde recibió grandes elogios junto a otros “valiosos cuadros (…) remitidos por la familia de Castro”.
Lo relativo a la adquisición del Cupido y su envío a Tenerife sigue siendo un enigma, ya que no figura entre los bienes que dejó en herencia el padre Agustín de Betancourt Jacques de Mesa (1720-1795) y los trámites que conllevarían esas acciones tampoco son mencionados en la correspondencia ni en otros documentos del archivo familiar. Negrín Delgado supuso que José de Betancourt pudo comprarlo antes de su retorno definitivo al Archipiélago en 1793, cuando, a partir de 1785, residió temporalmente en París, Madrid, Londres y Cádiz. Otra posibilidad es que fuera remitido por algún allegado o por su hermano Agustín de Betancourt y Molina (1758-1824), célebre ingeniero que durante aquel tiempo trabajaba con éxito en París y Madrid.
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