La datacion, la procedencia, la filiación artística y, en última instancia, la autoría de esta escultura de Jesús crucificado han sido objeto a lo largo de los siglos de leyendas, hipótesis y propuestas diversas. Dejando al margen relatos tradicionales recogidos por algunos autores desde finales del siglo XVI (que contemplaban, como era habitual, la intervención divina en su factura y su llegada a la isla), dos han sido las grandes líneas respecto a su catalogación. Durante años se aceptó su hechura española, y en particular sevillana, posibilidad sustentada, en parte, en una de las versiones sobre su llegada que supone su presencia previa en Sanlúcar de Barrameda. Para algunos autores, esta vía andaluza no fue incompatible con el reconocimiento de rasgos nórdicos en la imagen y desde los primeros años ochenta del siglo XX se fue abriendo paso la posibilidad de procediera de Flandes, hipótesis apuntada por vez primera por Yarza Luaces en 1980.
Los análisis practicados a la efigie en 1999 constataron la presencia de creta en su policromía, confirmándose así esta filiación desde la materialidad. Negrín Delgado ya había planteado su realización en algún taller de Amberes hacia 1500-1510 y su cercanía a modelos de Jacob van Cothem; y Galante Gómez ha venido defendiendo en sucesivas publicaciones su asignación a un autor brabanzón desconocido —Luis der Vule o Luis van der Vule—, así identificado a partir de la interpretación de la lectura y el desarrollo de las abreviaturas de parte de las inscripciones situadas en el paño de pudor. De acuerdo a su propuesta, pudo haber sido realizado en 1513 o 1514 en Amberes o en Bruselas. Por esta última ciudad se inclina Campbell, que asume su llegada a Tenerife en 1510. Para Serck-Dewaide, Darowska y Barrio (restauradoras de la efigie) las inscripciones son en su totalidad meramente decorativas y sitúan la realización de la escultura hacia 1500-1510 en los Países Bajos meridionales. Rief, por su parte, deja abierta la procedencia concreta de la escultura, dentro del ámbito de los antiguos Países Bajos y asume la lectura de parte de las inscripciones propuesta por Galante.
Los estudios más recientes coinciden en valorar la excepcionalidad artística de esta efigie, hasta el punto de considerarse un "unicum". Su naturalismo permite establecer vínculos parciales con otras expresiones plásticas de los antiguos Países Bajos meridionales y ligarlo a planteamientos de autores como Jan Borman o Borreman, Rogier van der Weyden o Albrecht Bouts.
Las viejas, variadas e incluso contradictorias tradiciones respecto al origen de esta escultura y las más recientes propuestas, que coinciden en su catalogación como obra realizada en Flandes a comienzos del siglo XVI, carecen, hasta la fecha, de sustento documental conocido. Aunque se ha dado por hecho tanto que llegó a la isla en torno a 1520 como su vinculación al adelantado Alonso Fernández de Lugo y a su entorno, así como el temprano y extraordinario éxito de su devoción, lo cierto es que las fuentes primarias localizadas sobre su culto son tardías, pues se retrasan hasta 1576. Esto no tiene por qué entrar en conflicto con la supuesta presencia de la efigie en Tenerife desde la primera mitad del siglo, pero sí obliga a reconsiderar su historia como objeto de devoción.
Hasta donde se sabe, adquirió progresiva importacia durante la estancia de las monjas claras en el monasterio de san Miguel de las Victorias (1546-1577), cuya capilla mayor pasó a presidir a partir a finales del Quinientos. Esto y la actividad de una primera cofradía constituida por esos años marcan el inicio de un protagonismo religioso que desbordó el ámbito local para extenderse al resto de las islas y a otros territorios de la mano de navegantes y emigrados. La fundación de una elitista esclavitud en 1659 supone otro hito en la promoción de su culto.
La confluencia del afecto popular y del favor de la clase dominante justifican el enriquecimiento de su ajuar, su preeminencia devocional (manifestada en sus fiestas y en su participación en rogativas extraordinarias) y la difusión de su iconografía mediante verdaderos retratos de diverso tipo. Todo esto acusó una crisis con el incendio del convento en 1810, los dos procesos desamortizadores y la exclaustración de los franciscanos en 1836. La imagen del Cristo, que ya desde el siglo XVII incorporó el nombre de la ciudad donde recibe culto, conserva su primacía en el ámbito de la religiosidad isleña.
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